Poesía portuguesa contemporánea - Herberto Helder
Herberto Helder
El amor de visita
Dadme una joven mujer con su arpa de sombra
y su arbusto de sangre. Con ella
encantaré la noche.
Dadme una hoja viva de hierba, una mujer.
Sus hombros besaré, la piedra pequeña
de la sonrisa de un momento.
Mujer casi increada, mas con la gravedad
de dos senos, con el peso lúbrico y triste
de la boca. Sus hombros besaré.
¿Cantar? Largamente cantar.
Una mujer con quien beber y morir.
Cuando se abra el instinto de la noche y un ave
lo atraviese sesgada por un grito marítimo
y el pan sea invadido por las olas,
su cuerpo arderá mansamente debajo de mis ojos
palpitantes.
Él: imagen vertiginosa y alta de un cierto pensamiento
de alegría y de impudor.
Su cuerpo arderá para mí
sobre un manto mordido por flores con agua.
En cada mujer existe una muerte silenciosa.
Y en cuanto el dorso imagina, bajo los dedos,
las repeticiones de la melodía,
la muerte sube por los dedos, navega la sangre,
se deshace en embriaguez dentro del corazón
hambriento.
Oh, cabra en el viento y en el brezo, mujer desnuda
debajo
de las manos, mujer de vientre escarlata donde la sal
pone el espíritu,
mujer de pies en lo blanco, portadora
de la muerte y la alegría.
Dame una mujer tan joven como la resina
y el aroma de la tierra.
Con una flecha en mi costado, cantaré.
Y mientras brote de mi carne una vid de sangre,
cantaré su sonrisa ardiendo,
sus senos de pura sustancia,
la curva ardiente de los cabellos.
Beberé su boca, para después cantar la muerte
y la alegría de la muerte.
Dame un torso doblado por la música, un ligero
tallo de planta,
donde una llama haga florecer el espíritu.
Sobre la piel de su rostro se moverán las aguas,
dentro de su rostro estará la piedra de la noche.
Entonces cantaré la exaltante alegría de la muerte.
No siempre me abrasa el despertar de las hierbas ni la
estrella
despeñada de su órbita viva.
Sin embargo, tú siempre me incendias.
Olvido el arbusto impregnado de diurno silencio, la
noche
imagen que lacera
con su dios destrozado y ascendido.
Pero no te olvidan mis corazones de sal y de ternura.
Se aturde mi aliento con la sombra,
tu boca penetra mi voz como la espada
se pierde en el arco.
Y cuando la madre congela en su amarga distancia, la
luna
se marchita, el paisaje vuelve al vientre, el tiempo
se desfibra: invento para ti la música, la locura
y el mar.
Toco el peso del camino de la vida: la carne que
resplandece, la sonrisa,
la inspiración.
Y sé que envolviste los pensamientos con mesa y harpa.
Voy hacia ti con la belleza oculta,
el cuerpo iluminado por luces alargadas.
Digo: yo soy la belleza, su rostro y su durar. Tus
ojos
se transfiguran, tus manos descubren
la sombra de mi rostro. Sujeto tu cabeza
áspera y luminosa, y digo: ¿escuchas, mi amor?, yo soy
aquello que se espera para las cosas, para el tiempo:
yo soy la belleza.
Entera, tu vida lo desea. Para mí se yerguen
de lejos tus ojos. Tú misma perduras en mi velada
belleza.
Entonces me siento a tu mesa. Porque es de ti
de quien me llega el fuego.
No hay gesto o verdad donde no durmieran
tu noche y tu locura,
no hay vendimia o agua
en que no estuvieras posando el silencio creador.
Digo: mira, es el mar y la isla de los mitos
originales.
Me llevas a tu mesa, descubres en la vastedad de la
tierra
la carne trascendental. Y en ti
inician el mar y el mundo.
Mi memoria pierde en su espuma
la huella y la viña.
Plantas, animales, aguas han crecido como religión
sobre la vida, y ahí yo demoré
mi frágil instante. Sin embargo,
tu silencio de fuego y leche restituye la fuerza
maternal, y todo circula entre tu aliento
y tu amor. Las cosas nacen de ti
como las lunas nacen de los campos fecundos,
los momentos inician en tu ofrenda
como las guitarras toman su principio de la música
nocturna.
Más inocente que los árboles, más vasta
que la piedra y la muerte,
la carne crece en su espíritu ciego y abstracto,
tiñe la aurora pobre,
insiste de violencia la inmovilidad acuática.
Y los astros se parten en luz sobre
las casas, la ciudad se arrebata,
los animales levantan sus ojos dementes,
arde la madera: para que todo cante
por tu cerrado poder.
Con mi rostro lleno de tu espanto y belleza,
sé que eres el íntimo pudor
y el agua inicial de otros sentidos.
Comienza el tiempo donde la mujer comienza,
es su carne que del minuto obscuro y muerto
se devuelve a la luz.
En la muerte se rehierve el vino, y la promesa tiñe
los párpados
con una imagen.
Espero el tiempo con el rostro maravillado junto a tu
pecho
de sal y de silencio, imagino para mi serenidad
una idea de piedra y de blancura.
Eres tú que me aceptas en tu sonrisa, que escuchas,
que te alimentas de deseos puros.
Y el espíritu se une al viento, se enrarece la
aureola,
la sombra canta bajo.
Comienza el tiempo donde la boca se deshace en la
luna,
donde la belleza que transportas como un peso arduo
se deshace en gloria junto a mi costado
martirizado y vivo.
Para la consagración de la noche levantaré un violín,
besaré tus manos fecundas, y en la madrugada
ofreceré mi voz confundida con la tuya.
Oh, teoría de los instintos, don de inocencia,
taza para beber junto a la perturbada intimidad
en que me acoges
Comienza el tiempo en la insoportable ternura
con que te adivino, el tiempo donde
el dolor envuelve el barro y la estrella, donde
el canto une el ave al trébol. Y en su medida
ingenua y cara, lo que presiente el corazón
a lo lejos engasta de lumbre su contorno.
Bueno será el tiempo, bueno será el espíritu,
buena será nuestra carne presa y morosa.
Comienza el tiempo donde se une la vida
a nuestra vida breve.
Estás profundamente en la piedra y la piedra en mí,
oh, urna
salina, imagen cerrada en su fuerza y su pungencia.
Y lo que se pierde de ti, como espíritu de música
marchito
en torno de las violas, la muerte que no beso,
la hierba incendiada que se derrama en la íntima
noche,
lo que se pierde de ti, mi voz lo renueva
en una suerte de plata viva.
Cuando el fruto sujeta un instante la eternidad
entera, yo estoy en el fruto como sol
y deshecha piedra, y tú eres el silencio, el cerrado
vientre de sumo y vivo placer.
Y las aves mueren para nosotros, los luminosos cálices
de las nubes florecen, la resina tiñe
la estrella, el aroma aleja el rojo barro de la
mañana.
Y estás en mí como la flor en la idea
y el libro en el triste espacio.
Si mis manos te aprehendieran, forma del viento
en la cebada pura, de ti vendrían llenas
mis manos sin nada. Si una vida durmieras
en mi espuma,
¿qué indecisa frescura quedaría en la sonrisa?
Eres tú quien se moverá en la materia
de mi boca, y serás un árbol
durmiendo y despertando donde mi sangre existe.
Besar tus ojos será morir por la esperanza.
Ver en el aro de fuego de una entrega
tu carne de vino rozada por el espíritu de Dios,
será crearte para la luz de mis pulsos e instante
de mi perpetuo instante.
Debo rasgar mi rostro para que tu rostro
se llene de un minuto sobrenatural,
debo murmurar cada cosa del mundo
hasta que seas el incendio de mi voz.
Las aguas que un día nacieron donde marcaste el peso
joven de la carne aspiran largamente
a nuestra vida. Las sombras que rodean
el éxtasis, los animales que llevan al final del
instinto
su bárbaro fulgor, el rostro divino
impreso en el barro, la casa muerta, la montaña
inspirada, el mar, los centauros
del crepúsculo,
aspiran largamente a nuestra vida.
Por eso es que estamos muriendo en la boca
del otro. Por eso es que
nos deshacemos en el arco del verano, en el
pensamiento
de la brisa, en la sonrisa desierta, en el pez,
en el cubo, en el lino,
en el mosto abierto:
en el amor más terrible que la vida.
Beso el peldaño y el espacio. Mi deseo trae
el perfume de tu noche.
Murmuro tus cabellos y tu vientre, oh, la más desnuda
y blanca de las mujeres. Corren en mí el lacre
y el alcanfor, descubro tus manos, se yergue tu boca
en el círculo de mi ardiente pensamiento.
¿Dónde está el mar? Aves ebrias y puras que vuelan
sobre tu sonrisa inmensa.
En cada espasmo yo moriré contigo.
Y le pido al viento: trae del espacio la luz inocente
de los brezos, un silencio, una palabra;
trae de la montaña un pájaro de resina, una luna
roja.
Oh, amados caballos con flor de retama en los ojos
nuevos,
casa de madera en la planicie,
ríos imaginados,
espadas, danzas, supersticiones, cánticos, cosas
maravillosas de la noche. Oh, mi amor,
en cada espasmo yo moriré contigo.
De mi nuevo corazón la vida entera sube,
el pueblo renace,
el tiempo gana al alma. Mi deseo devora
la flor del vino, envuelve tus caderas con una espuma
de crepúsculos y cráteres.
Oh, pensada corola de lino, mujer que encanta
al hambre en la noche equilibrada, imponderable:
en cada espasmo yo moriré contigo.
Y abro las manos a la diurna alegría. Se pierde
entre la nube y el arbusto el aroma acre y puro
de tu entrega. Los animales se inclinan
dentro del sueño, las rosas se levantan respirando
contra el aire. Tu voz canta
huerto y agua, y yo camino por las calles frías con
el lento deseo de tu cuerpo.
Besaré en ti la enorme vida, y en cada espasmo
yo moriré contigo.
Herberto Helder nació en Funchal, Madeira, en 1930. Su poesía, transformada en imágenes y desencadenada en infinitos procesos de contaminación metafórica, representa una notable revolución en el panorama poético portugués. Muchas veces ligado al surrealismo o a la poesía experimental, Herberto Helder manifestó un total repudio por la figura encumbrada del poeta, rehusándose a dar entrevistas y rechazando el Premio Pessoa en 1994. Algunos de sus libros son O amor em visita (plaquette), 1958; A colher na boca, 1961; Cobra, 1997; Poesía toda (1953-1990); Os passos em volta (prosa) 1963. En 1968 grabó algunos poemas en vinil para la serie Poesía Portuguesa, editado por Phillips. Asimismo, en 1997 (Sony) se realizó el disco Entre nós e as palavras, proyecto Os Poetas: música para poesía de Al Berto, Mário Cesariny, António Franco Alexandre, Herberto Helder e Luiza Neto Jorge. Falleció en 2015.
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